En la antigüedad existía la creencia de que el primer ser humano se formó durante años a partir de unos finos hilos sedosos que salían de las entrañas mismas de la tierra. Según creían, lentamente se fueron entrelazando para ir dando forma a un patrón nunca antes visto, de delicada belleza y tan resistente y elástico como los propios hilos de los que estaba formado. El agua, al filtrarse por sus recovecos, nutría su estructura mientras que el calor de los rayos del sol engrosaba y aumentaba su tamaño. El aire, por su parte, le dio volumen hasta que un día un viento huracanado rompió los hilos primigenios que unían al nuevo ser con la tierra, dotándole de pronto de autonomía y movimiento.
Creyéndose plenamente libre, el ser comenzó a deambular y a descubrir ese fascinante y desconocido medio que le rodeaba. Se creía dueño de sus actos, de sus pensamientos y de sus decisiones sin saber que aún permanecían agarrados a él una parte de esos hilos terrenales. Hilos invisibles agarrados a sus manos, a sus pies, a sus ojos, a su lengua y a sus vísceras. Hilos que sin embargo le movían a su antojo, marioneta de trapo, dirigiendo sus pasos, sus caricias, sus miradas… arrastrando sus besos y sus sentimientos hacia el abismo de lo desconocido. Haciéndole llorar, reír, gemir, gritar… sentirse vivo, sentirse muerto. Amar con tanta intensidad que sin darse cuenta terminaba odiando. Crear con sus manos sobrecogedora belleza para acto seguido destruir con furia incontenible con esas mismas manos.
Y ni siquiera con el paso del tiempo ese fantástico ser consiguió escapar del deseo, el éxtasis, la muerte, el poder, la lujuria o el amor ya que, movido por esos enigmáticos hilos, se convirtió en un esclavo de sus propias pasiones.